Uno de esos curiosos enigmas de nuestra historia es la invención de la Ilustración, o para ser más benignos con nuestro pasado, la búsqueda de nobles y letrados que se dedicaron con escaso éxito a iluminar a una población sembrada, abonada y esquilmada por la Iglesia regular y las órdenes religiosas, con la entusiasta colaboración de una buena porción también de nobles y letrados. Dentro del florilegio de figuras no hay región de España que no tenga su ramito de notables cuyos esfuerzos, en general baldíos, constituyen no obstante un fascinante objeto de estudio; muy iluminador sobre nuestras limitaciones siempre y cuando el historiador de las ideas no se incline por esa obsesión de convertir a virtuosas mediocridades en exaltados forjadores de futuros.
En España y muy especialmente en Asturias esto resulta una evidencia al tratar la figura de Jovellanos, en mi opinión uno de los hombres más interesantes del volcánico tiempo que le tocó vivir, pero cuyo interés nos ayuda tanto más en sus limitaciones, en sus frustraciones y en sus fracasos, que en sus ideas, proyectos y análisis. Reconozco que hay pocas cosas más aburridas y deprimentes que haber sufrido durante muchos años el agotador goteo de jovellanistas de derechas, de izquierdas y últimamente de centro. En Asturias los discípulos y albaceas de Jovellanos forman legión en las más curiosas ramas del saber y del no saber, y todo por espurias razones que no es el momento de desvelar, pero que están ligadas al grandonismo del país. De tal modo, que se podría encontrar una línea de pensamiento (por llamarla de alguna manera) que partiendo de Don Pelayo pasa por Jovellanos y muere con Clarín y sus colegas de la autodenominada Atenas del Norte; una especie de chigre, que dirían los sarcásticos locales, donde se ampliaban los estudios universitarios.
He escrito y reiteradamente sobre Jovellanos en este periódico, y creo que he explicado ya lo suficiente mi particular visión de este prohombre, auténtico paradigma de las bondades y las limitaciones de nuestra Ilustración, cuyo rasgo no sé si definitorio pero sí el más significativo es que todos y cada uno de ellos, salvo muy contadas excepciones, eran auténticos meapilas, siervos de la Iglesia y de sus capellanes en una época en la que el progreso en cualquiera de los campos pasaba por la ruptura con ese canon tradicional y retrógrado.
La Ilustración libresca española tiene en mi opinión escaso valor, por más que tenga mucho mérito. Sin embargo hay una figura que no aparece en los estudios de los historiadores que consideramos clásicos de nuestra Ilustración y que a mí me parece probablemente el más interesante de nuestros ilustrados, un tanto tardío ya que nació en 1749 y no llegó a cumplir los sesenta años porque lo mataron a garrotazos, patadas y cuchilladas las buenas y muy religiosas gentes de la villa de Ribadeo en 1809, exactamente el lunes hizo doscientos años.
El linchamiento del marqués de Sargadelos es uno de esos acontecimientos históricos que iluminan, valga la ironía, lo que los italianos denominaron Iluminismo y nosotros Ilustración. Antonio Raimundo Ibáñez, marqués tras muchos vericuetos de Sargadelos, población gallega cercana a la costa cantábrica, es un espécimen que bien hubiera merecido más de una biografía. La única que conozco está escrita por una de esas lumbreras locales, eruditas y reaccionarias, J. A. Casariego, que se enseñoreaban de la teoría y la práctica académicas en el Oviedo de mi adolescencia.
La peculiaridad del futuro marqués de Sargadelos es que nació discreto, en familia de escribano -hoy diríamos, casi notario- y que no estudió en la universidad por falta de medios, aunque de poco le hubiera servido la de Oviedo que le correspondía, puesto que había nacido en Santa Eulalia. Llegó al monasterio de Villanueva de Oscos, regido entonces por la orden de San Bernardo, ya leído en su casa. Hay que conocer la zona asturiana de los Oscos para tener una vaga idea de lo que debía de ser aquello a mediados del siglo XVIII. Baste decir que la patata entra por entonces en la alimentación y que el sistema de vida, o de supervivencia, se mantenía prácticamente inmutable desde la Edad Media. Estudios recientes precisan que el mundo asturiano, y más en una zona como los Oscos, vivía con varios siglos de retraso con la España capitalina.
El mérito de Antonio Raimundo Ibáñez va a ser desplazarse a Ribadeo y dedicarse al comercio primero y a la industria luego. Algo tan insólito como aprovechar sus buenas relaciones con la Corona y en concreto con el arma de Artillería para hacerse proveedor y fabricante. Creó una herrería, una fundición de hierro colado -tenía un alto horno de carbón vegetal- y una fábrica de loza, la más importante de España, que tras su asesinato se fue al demonio y que en tiempos modernos ha sido recuperada. Tenía pensada una industria del vidrio y otra textil, que no logró concluir. Se le consideró el primer importador de lino de Rusia, de hierro de Suecia, de ollas de Burdeos y de bacalao de Terranova.
No hace falta decir que se casó bien, con doña Josefa López Acevedo, y que alcanzó la categoría de inspector general de Artillería, y que construyó su mansión en Ribadeo, pero que la Iglesia y la nobleza local le prepararon el terreno para que fuera acusado de todo. Gozaba de una notable cultura y no menos notable biblioteca. De poco le valió formar parte de la Junta de Defensa contra los invasores napoleónicos, porque hubo de firmar la paz cuando ocuparon la villa, y cuando se fueron, ay, cuando se fueron. La turba animada por los eclesiásticos lo consideró el principal afrancesado y coló la brillante idea de tesoros guardados en su casa. La asaltaron y a él le sacaron y le fueron dando mamporros y cuchilladas hasta que acabaron con su vida, ante su mujer y su hija. Luego vino la leyenda y se inventaron las mil historias del marqués de Sargadelos, pero lo cierto es que le mataron por moderno. ¡A quién se le ocurre montar fábricas en Sargadelos! Lo demoniaco no era la explotación del hombre, sino la llegada del demonio de la industria.
Aquel empresario que no había salido de la nobleza ni de la clerecía empezó comerciando con lo que había -aceite, vino, aguardiente, hierro y lino-, se lanzó a la industria y sufrió por ello un auténtico calvario desde 1798, cuando se levantan contra él todas las fuerzas vivas y moribundas de la zona. El paso de una sociedad agraria a una industrial puso en pie de guerra a nobles y prelados. Llegaba el mal y ese mal era mucho más peligroso aún que la letra impresa y la cultura, porque este era irreversible.
El linchamiento del marqués de Sargadelos el 2 de febrero de 1809 es como un símbolo de la utilización del patriotismo para pagar las cuentas de la modernidad; matándole a él se eliminaban muchos males, entre otros, la civilización, la cultura y la libertad. Pero había más, y es que casos como el de Sargadelos ilustran sobre el complejo carácter que tuvo esa guerra contra los franceses, en la que el elemento dominante era el mantenimiento de la tradición que acabaría apagando y castigando a las fuerzas que luchaban por la libertad y el progreso (¿se puede aún seguir escribiendo esto sin que los posmodernos se descojonen?). Los sectores populares que encabezados por nobles y curas de aldea se alzaron patrióticamente contra los franceses y los afrancesados serían los mismos que traerían al rey felón -Fernando VII- y que gritarían “¡vivan las caenas!”, por allí, y “lejos de nosotros la funesta manía de pensar”, por acá.
Quizá por eso siempre he creído que la defensa incombustible de Jovellanos, el no reconocimiento de sus agobiantes limitaciones como pensador, como escritor y como político, nos sitúan en ese acoquinado posibilismo que termina siempre tan adaptado a las circunstancias que es inseparable del conservadurismo. En la arrogancia de Ibáñez, el de las fábricas de Sargadelos, hay elementos para debatir. Por eso lo lincharon; no por rico, sino por moderno. Porque los señores siguieron siendo exactamente los mismos después de incitar al linchamiento. Incluso me consta que, pasados muchos años, han sido sus más conspicuos festejadores.
En España y muy especialmente en Asturias esto resulta una evidencia al tratar la figura de Jovellanos, en mi opinión uno de los hombres más interesantes del volcánico tiempo que le tocó vivir, pero cuyo interés nos ayuda tanto más en sus limitaciones, en sus frustraciones y en sus fracasos, que en sus ideas, proyectos y análisis. Reconozco que hay pocas cosas más aburridas y deprimentes que haber sufrido durante muchos años el agotador goteo de jovellanistas de derechas, de izquierdas y últimamente de centro. En Asturias los discípulos y albaceas de Jovellanos forman legión en las más curiosas ramas del saber y del no saber, y todo por espurias razones que no es el momento de desvelar, pero que están ligadas al grandonismo del país. De tal modo, que se podría encontrar una línea de pensamiento (por llamarla de alguna manera) que partiendo de Don Pelayo pasa por Jovellanos y muere con Clarín y sus colegas de la autodenominada Atenas del Norte; una especie de chigre, que dirían los sarcásticos locales, donde se ampliaban los estudios universitarios.
He escrito y reiteradamente sobre Jovellanos en este periódico, y creo que he explicado ya lo suficiente mi particular visión de este prohombre, auténtico paradigma de las bondades y las limitaciones de nuestra Ilustración, cuyo rasgo no sé si definitorio pero sí el más significativo es que todos y cada uno de ellos, salvo muy contadas excepciones, eran auténticos meapilas, siervos de la Iglesia y de sus capellanes en una época en la que el progreso en cualquiera de los campos pasaba por la ruptura con ese canon tradicional y retrógrado.
La Ilustración libresca española tiene en mi opinión escaso valor, por más que tenga mucho mérito. Sin embargo hay una figura que no aparece en los estudios de los historiadores que consideramos clásicos de nuestra Ilustración y que a mí me parece probablemente el más interesante de nuestros ilustrados, un tanto tardío ya que nació en 1749 y no llegó a cumplir los sesenta años porque lo mataron a garrotazos, patadas y cuchilladas las buenas y muy religiosas gentes de la villa de Ribadeo en 1809, exactamente el lunes hizo doscientos años.
El linchamiento del marqués de Sargadelos es uno de esos acontecimientos históricos que iluminan, valga la ironía, lo que los italianos denominaron Iluminismo y nosotros Ilustración. Antonio Raimundo Ibáñez, marqués tras muchos vericuetos de Sargadelos, población gallega cercana a la costa cantábrica, es un espécimen que bien hubiera merecido más de una biografía. La única que conozco está escrita por una de esas lumbreras locales, eruditas y reaccionarias, J. A. Casariego, que se enseñoreaban de la teoría y la práctica académicas en el Oviedo de mi adolescencia.
La peculiaridad del futuro marqués de Sargadelos es que nació discreto, en familia de escribano -hoy diríamos, casi notario- y que no estudió en la universidad por falta de medios, aunque de poco le hubiera servido la de Oviedo que le correspondía, puesto que había nacido en Santa Eulalia. Llegó al monasterio de Villanueva de Oscos, regido entonces por la orden de San Bernardo, ya leído en su casa. Hay que conocer la zona asturiana de los Oscos para tener una vaga idea de lo que debía de ser aquello a mediados del siglo XVIII. Baste decir que la patata entra por entonces en la alimentación y que el sistema de vida, o de supervivencia, se mantenía prácticamente inmutable desde la Edad Media. Estudios recientes precisan que el mundo asturiano, y más en una zona como los Oscos, vivía con varios siglos de retraso con la España capitalina.
El mérito de Antonio Raimundo Ibáñez va a ser desplazarse a Ribadeo y dedicarse al comercio primero y a la industria luego. Algo tan insólito como aprovechar sus buenas relaciones con la Corona y en concreto con el arma de Artillería para hacerse proveedor y fabricante. Creó una herrería, una fundición de hierro colado -tenía un alto horno de carbón vegetal- y una fábrica de loza, la más importante de España, que tras su asesinato se fue al demonio y que en tiempos modernos ha sido recuperada. Tenía pensada una industria del vidrio y otra textil, que no logró concluir. Se le consideró el primer importador de lino de Rusia, de hierro de Suecia, de ollas de Burdeos y de bacalao de Terranova.
No hace falta decir que se casó bien, con doña Josefa López Acevedo, y que alcanzó la categoría de inspector general de Artillería, y que construyó su mansión en Ribadeo, pero que la Iglesia y la nobleza local le prepararon el terreno para que fuera acusado de todo. Gozaba de una notable cultura y no menos notable biblioteca. De poco le valió formar parte de la Junta de Defensa contra los invasores napoleónicos, porque hubo de firmar la paz cuando ocuparon la villa, y cuando se fueron, ay, cuando se fueron. La turba animada por los eclesiásticos lo consideró el principal afrancesado y coló la brillante idea de tesoros guardados en su casa. La asaltaron y a él le sacaron y le fueron dando mamporros y cuchilladas hasta que acabaron con su vida, ante su mujer y su hija. Luego vino la leyenda y se inventaron las mil historias del marqués de Sargadelos, pero lo cierto es que le mataron por moderno. ¡A quién se le ocurre montar fábricas en Sargadelos! Lo demoniaco no era la explotación del hombre, sino la llegada del demonio de la industria.
Aquel empresario que no había salido de la nobleza ni de la clerecía empezó comerciando con lo que había -aceite, vino, aguardiente, hierro y lino-, se lanzó a la industria y sufrió por ello un auténtico calvario desde 1798, cuando se levantan contra él todas las fuerzas vivas y moribundas de la zona. El paso de una sociedad agraria a una industrial puso en pie de guerra a nobles y prelados. Llegaba el mal y ese mal era mucho más peligroso aún que la letra impresa y la cultura, porque este era irreversible.
El linchamiento del marqués de Sargadelos el 2 de febrero de 1809 es como un símbolo de la utilización del patriotismo para pagar las cuentas de la modernidad; matándole a él se eliminaban muchos males, entre otros, la civilización, la cultura y la libertad. Pero había más, y es que casos como el de Sargadelos ilustran sobre el complejo carácter que tuvo esa guerra contra los franceses, en la que el elemento dominante era el mantenimiento de la tradición que acabaría apagando y castigando a las fuerzas que luchaban por la libertad y el progreso (¿se puede aún seguir escribiendo esto sin que los posmodernos se descojonen?). Los sectores populares que encabezados por nobles y curas de aldea se alzaron patrióticamente contra los franceses y los afrancesados serían los mismos que traerían al rey felón -Fernando VII- y que gritarían “¡vivan las caenas!”, por allí, y “lejos de nosotros la funesta manía de pensar”, por acá.
Quizá por eso siempre he creído que la defensa incombustible de Jovellanos, el no reconocimiento de sus agobiantes limitaciones como pensador, como escritor y como político, nos sitúan en ese acoquinado posibilismo que termina siempre tan adaptado a las circunstancias que es inseparable del conservadurismo. En la arrogancia de Ibáñez, el de las fábricas de Sargadelos, hay elementos para debatir. Por eso lo lincharon; no por rico, sino por moderno. Porque los señores siguieron siendo exactamente los mismos después de incitar al linchamiento. Incluso me consta que, pasados muchos años, han sido sus más conspicuos festejadores.
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